El hombre que hacía la de Dios, ha muerto.
HUBO UN TIEMPO EN EL QUE VIVÍA POR QUEDARME
MUDO UNA VEZ POR SEMANA. Era verano de 1997 y un equipo que no era mi
equipo jugaba la Copa Libertadores. Ahora que escribo sobre esto, me doy cuenta
que he tardado en entender que nunca me interesaron los colores de las
camisetas. Que lo que realmente me interesaba era el juego de los hombres que
las vestían. Con cierto orgullo confieso que he sido de varios equipos pero
también de ninguno. Y no me cuesta aceptar que he vendido mis cuerdas vocales a
los mejores jugadores mientras me interesó el fútbol. Ahora no me interesa,
pero ese año ni es ahora ni es nunca. El año 97 fui feliz junto a mi padre y a
mi hermano menor, en la tribuna oriente del Estadio Nacional, porque comencé a
entender que algunos hombres podían ser los número uno y podían volar.
PERO JULIO CÉSAR BALERIO SABÍA HACER MÁS
COSAS QUE SOLO VOLAR. Escondía la pelota de los delanteros dentro de su camiseta.
La hacía rebotar en la cabeza de los rivales antes del saque para enfadarlos. Una
vez vi como convenció a dos árbitros de que ese penal que había cometido su
delantero no era penal (no he vuelto a ver algo similar jamás). Y además sabía
hacerse respetar. Cuando José Luis Chilavert, ese arquero pedante que regalaba
puñetes cuando el árbitro no miraba, le escupió en la cara a la hora del saludo,
él se limpió la baba venenosa del paraguayo y se quedó callado. Caminó hacia su
arco sabiendo que algo tenía que hacer pero no sabía bien qué, de eso estoy
seguro. Y minutos más tarde le tapó un penal y luego le mentó la madre. Porque cojudo
tampoco era.
EL PRIMER PARTIDO EN EL QUE VI A BALERIO
TAPABA CONTRA RACING. Lo recuerdo
porque yo no había ido a verlo a él, sino al arquero argentino, a un tal Gonzáles,
un muchachito que recién aprendía a volar y no lo hacía mal. Le metieron cuatro
pepas. Y mientras el argentino me daba pena por cada gol que le hacían, por el
rabillo del ojo me llamaba el agitado festejo del viejo Balerio, que corría
hasta la barra de los visitantes a doblar un brazo en torno a su muñeca, en un
saludo que no nunca tuvo un significado claro para mí, pero que seguramente se
acercaba más al de ‘concha tu madre’ que al de ‘lo siento mucho’. Balerio, luego
de eso, y mucho más amansado, volvía caminando a su arco para arrodillarse y
persignarse bajo los tres palos. Esas contradicciones que se vuelven rituales en
torno al fútbol y que tarde o temprano yo adoptaría y replicaría en los
partidos de la liguilla de Barranco que me tocaron jugar un año más tarde.
FUE POR BALERIO QUE YO COMENCÉ A TAPAR. La
cancha del Champagnat de Miraflores era verde y grande, y todos los sábados se
jugaba un campeonato intersecciones al que yo asistía no sé muy bien para qué,
porque nunca me animaba a tapar fuera de la cancha que improvisaba con mis
amigos de parque y porque jugando era un poco más que fatal. Ese año nuestra
sección no tenía ningún arquero titular, entonces rotaban por cada gol que nos
metían. Yo mendigaba pases por toda la cancha, aburrido, hasta que decidí, más
por orgullo que por resignación, ponerme en el arco. Aliviada la oncena púber y
escolar de mis reclamos por el balón, me dejaron tapar. Me puse ahí, bajo los
palos, pensando que todo estaría más calmo hasta que se acabara la contienda.
ERROR: SEGUNDOS DESPUÉS DE PONERME BAJO EL
ARCO, MI DEFENSAS COMETERÍA FOUL al
borde del área de penal. Pensé que estaba jodido. Pero lo confirmé segundos
después cuando se puso frente al balón ese alumno que nunca falta en toda promoción:
el repitente abusivo que tenía en su haber un par de narices rotas, que ya cargaba
con barba desde los 12 años y que era más alto que mi papá y más fuerte que el
profesor de educación física. Y por si fuera poco, titular indiscutible de la
selección del colegio.
OBSERVÉ DOS COSAS. PRIMERO LA PIERNA QUE
ESE MUCHACHO DOMINABA, la derecha, que era como ver a dos niños abrazados en
la edad del kínder. Luego miré mis manos con cierto drama. Por primera vez en
mi vida acomodaba una barrera y lo hice como lo había visto en la tele, pero
mal. Me junté al palo, medí con la mirada y grité absolutamente con ninguna
autoridad. No me escuchó nadie pero se juntaron los valientes, gente a la que se
debe recordar para invitarles hoy una cerveza. Me coloqué en el otro palo,
flexioné las rodillas como ancas de rana y todo sucedió muy rápido.
EL ÁRBITRO PITÓ, LA BARRERA SE ABRIÓ COMO
EL MAR MUERTO y la pelota se volvió fuego camino a incendiar las redes del ángulo
opuesto a donde yo estaba. No sé qué pasó, hasta el día de hoy no puedo
explicarlo, no hay ciencia alguna, ni aritmética, ni emoción que resuma lo que
sucedió, pero por primera vez en mi vida, volé. Volé como había visto volar a
Balerio ese verano de 1997, volé sin quitarle la vista al balón, no lo olvido,
volé hacia el parante izquierdo como dicen los narradores de fútbol, y lo hice lento,
mientras la pelota en llamas se levantaba más y se abría y se levantaba y se
abría más y más, mientras yo me acercaba volando, con la mano izquierda en
alto, que no llegaba, que no iba a llegar al balón nunca, pero yo volaba
pensando, y a la vez me iba acordando de algo, me iba acordando de que tenía
otra mano, la mano derecha, me iba acordando de que la podía alzar mientras
volaba, y la alcé, la estiré toda, lo más que pude, hasta que sentí que algo me
quemó la mano.
CUANDO CAÍ HORIZONTAL EN EL PASTO OBSERVÉ
NUEVAMENTE DOS COSAS: primero, el balón rodando todavía fuera de la cancha,
lejos, en los juegos de arena donde estaba el sube y baja. Luego giré sobre mi
espalda, tirado aún en el pasto, y vi la cara de todos sin creer lo que había
hecho. Cuando me levanté era otra persona. Y aunque fue córner, yo fui a
recoger esa pelota. No podía dejar que vieran mi cara de sorpresa de lo que yo
mismo había logrado. Sonreía, solitario. De camino a casa, en el bus, comencé a
pensar que bajo el arco uno no crece, se hace grande nada más, y que eso basta
para tapar. Lamenté que mi papá no me haya ido a ver esa vez. Pero el siguiente
sábado, ya con guantes (unos Umbro chillones rojo con amarillo) mi papá estaba
en el borde de la cancha y yo bajo el arco. Me metieron cinco goles. Cómo
olvidarlo.
PERO FINALMENTE ERA A ESTO A LO QUE QUERÍIA
LLEGAR. Luego de ese sábado seguí tapando. Tapé penales en un campeonato de
verano interdistrital. Escondí balones bajo mi camiseta. Las reboté en las
cabezas de mis rivales. Salí a achicar al puro estilo Balerio, la de Dios le
decían los periodistas: brazos abiertos y piernas estiradas, esa pelota no
entraba al paraíso, pegaba duró en el pecho y negaba el festejo. Y también le
doblé el brazo en torno a mi muñeca a la hinchada rival. (Esa vez no salí del
Estadio Unión de Barranco hasta después de una hora porque me esperaban afuera).
Encontré que mi lugar en la cancha era bajo el arco, que ya era bastante para
un adolescente que buscaba su lugar en el mundo. Y de pronto comenzó a suceder
algo maravilloso: cada propina para almorzar en la cafetería del colegio
comencé a gastarla en revistas deportivas. Don Balón y Once, recuerdo esas dos,
las compraba en el paradero del micro. Recortaba las fotos y los titulares y
las pegaba en papeles blancos que luego iban a fólderes. Tenía decenas de imágenes
de Julio César Balerio volando, achicando, sacando, revotando la pelota en la
cabeza de los rivales, deteniendo el penal de Chilavert, y con ella armaba mis propias revistas según mi
capricho. ¿Dónde estarán esos folios? No lo sé.
YA NO TAPO: El año pasado me rompí los ligamentos del hombro derecho en un último vuelo. Pero ahora hago revistas, que es lo
más parecido a volar.
Descansa en
paz, Balerio.
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